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Puerto Rojo

La conjura del Mal

 

 

J.R. Frau Castro.

 

Copyright © 2016 J.R. Frau Castro

Todos los derechos reservados.

ISBN: 9781519069535

 

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© Puerto rojo: La conjura del Mal.

J.R. Frau Castro

Palma de Mallorca 2.016

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   Todos los personajes que aparecen en esta novela son ficticios, excepto algunos personajes históricos. El pueblo de Porto Novo no existe como tal en Mallorca, aunque cualquiera que lea la novela e indague un poco en la historia de la isla podrá averiguar sobre que localidad real está basada. Me permití la licencia de cambiarle el nombre para poder crear los personajes de la novela sin que nadie se sintiera identificado o molesto con alguno de ellos. 

   A lo largo de la novela he utilizado algunos términos mallorquines, para identificar lugares, nombres, oficios, etc... propios de la isla de Mallorca. Para facilitar la lectura he creado un glosario al final de la novela, donde los lectores podrán consultar su significado.

   Igualmente podrán acceder a mi blog “Lecturas desde mi isla”, donde podrán encontrar un pequeño álbum de fotografías con las localizaciones y referencias que se citan a lo largo de la historia que les relato.

   Desde aquí, deseo darles las gracias por haber escogido mi relato. Espero que disfruten de su lectura tanto como yo lo hice escribiéndolo.

 

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EL CRIMEN

 

 

Y una mañana todo estaba ardiendo,

y una mañana las hogueras

salían de la tierra

devorando seres

y desde entonces fuego,

pólvora desde entonces,

y desde entonces sangre.

 

 Pablo Neruda.

 

 

 

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1

 

 

Madrugada del jueves 13 de Marzo de 1.986

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         La fría y húmeda noche cubría las calles, ahora solitarias, de Porto Novo. La plaza central del pueblo, pobremente iluminada por la débil luz que emitían las pocas farolas que todavía funcionaban, se encontraba totalmente desierta. Situada en el centro de la misma, una vieja y oxidada fuente dejaba caer, de vez en cuando, alguna aislada gota que acababa uniéndose al charco de agua que rodeaba su base. Solamente el silbido apenas audible del viento se dejaba oír deslizándose entre los árboles, acompañado ocasionalmente del lejano y casi imperceptible sonido del motor de algún vehículo que cruzaba la carretera comarcal situada en las afueras.

            Hacía menos de media hora que Josep había pasado por la plaza con el camión municipal de la basura, como cada noche, para vaciar los cubos repletos de desechos producidos, en su mayor parte, por los comercios situados alrededor. Como siempre, se había quejado por la fea y desagradable costumbre que tenían algunos vecinos de dejar las bolsas de basura en el suelo en vez de depositarlas en el interior de los cubos. El problema no era recogerlas del suelo. El problema era que “los putos gatos” abrían las bolsas en busca de alimento, dejando esparcidos por el suelo restos que en ocasiones le provocaban arcadas.

            Fluffy no se sentía culpable por ello. Es más, él era un gato y no tenía conciencia de lo que era sentirse culpable. Sabía que las personas amontonaban comida cada día en el mismo sitio. Él sólo tenía que pasar por allí antes de que los hombres del camión se la llevaran.

            Hoy no había tenido suerte. Había logrado abrir dos bolsas con sus afiladas uñas, pero no había encontrado nada que valiera la pena. Lo hubiera tenido muy fácil volviendo a casa. Seguro que allí hubiese encontrado algo en el plato que llevarse a la boca, pero prefería buscarse la vida por su propia cuenta. Cosas del instinto animal.

            Ahora, tumbado sobre un banco de la plaza, inmóvil y vigilante, esperaba que algún despistado ratón apareciera en la noche para darle caza. Eso apaciguaría el vacío que sentía en su estómago. Fluffy sabía que, por alguna extraña razón, los ratones preferían salir por la noche de su escondite. Sin embargo era raro que todavía no hubiera aparecido ninguno. Normalmente no tenía que esperar mucho, porque si alguna cosa sobraba en el pueblo eran ratones.

            De repente notó una extraña sensación que sacudió su cuerpo con energía. Una fuerte presión le oprimió el pecho y su corazón se aceleró. Eso no le gustó en absoluto. Era como si una pesada mano le hubiese agarrado del cuello por detrás y estuviera aplastando con ímpetu los doscientos cuarenta y cuatro huesos que conformaban su esqueleto felino. Fluffy sentía una especie de presencia a su alrededor. Había “alguien” o “algo” en aquel sitio con él, pero sus ojos no podían verlo. Eso era totalmente imposible, pues si algo tenía agudizado Fluffy era la vista; y más incluso de noche.

            De forma involuntaria se le erizó el pelo y sus músculos se tensaron. Incorporándose rápidamente y tras flexionar sus patas traseras, saltó sobre el suelo mojado a tres metros de distancia. Inmediatamente giró sobre si mismo, encarándose de nuevo hacia el banco. Allí no había nada, pero todos sus sentidos, menos la vista, le decían todo lo contrario.

            Al instante un fuerte crujido rompió el silencio de la noche. Fluffy pudo observar como parte de las láminas verdes, que formaban el respaldo del banco, se astillaban despidiendo pequeños fragmentos de madera a su alrededor. El segundo crujido fue más estridente que el primero. Lo mejor sería salir de aquel lugar lo antes posible. Sin otro pensamiento en su mente más que la supervivencia, Fluffy corrió lo más rápido que le permitieron sus cortas pero ágiles patas, dejando tras de sí la plaza, y adentrándose en la calle "Ametler" en dirección a casa. Allí estaría más seguro.

            En su huida se cruzó con Carlos Llompart, que no se percató en absoluto del asustado animal que pasó corriendo por su lado. Y no porque Fluffy corriera tan rápido como alma que huye del diablo (y nunca mejor dicho), sino porque, como era habitual en Carlos, llevaba una cogorza encima que no le hubiera permitido fijarse en él aunque Fluffy hubiera sido un elefante en estampida.

            Carlos había permanecido toda la tarde y parte de la noche en el “Bar d’es Cantó” hasta que Toni, su propietario, decidió que era la hora de cerrar. Carlos era siempre su último cliente. Como cada noche, Toni lo levantó del taburete situado al fondo de la barra, donde habitualmente solía sentarse, y le acompañó hasta la salida dejándolo apoyado sobre la pared de la fachada del propio bar. En cierta manera Toni sentía lástima por él y por ese motivo le permitía estar en el bar hasta la hora de cierre. ¿Cuántas copas le había servido durante la tarde?, cuatro, cinco… la verdad es que había perdido la cuenta. De lo que si estaba seguro es que cuando entró en el bar ya estaba como una cuba. Es más, siempre que llegaba a su bar estaba ya como una cuba. Es más aún, no recordaba haber visto nunca a Carlos de otra manera que no fuera como una cuba.

            Mientras andaba dando tumbos en dirección a la plaza, apoyándose contra la pared de las viviendas para no caer al suelo, Carlos profería con voz débil, y apenas inteligible, insultos contra Toni por no haberle dejado tomar la última copa antes de cerrar el bar. Un ligero y efímero vaho, con fuerte olor a cazalla, era exhalado del interior de su cuerpo en cada jadeo que emitía y en cada palabra que pronunciaba, desapareciendo al instante en el frío aire de la noche. A pesar de la baja temperatura, que apenas alcanzaba los cinco grados, y la poca ropa que portaba, parecía que su machacado cuerpo de setenta y cinco años de vida consiguiera mantenerse caliente gracias al alcohol que permanentemente circulaba por sus venas. Suerte tenía que la calle era cuesta abajo, lo que le permitía avanzar continuamente sin retroceder de nuevo a cada tres pasos, como era habitual cuando andaba sobre terreno llano.

            Instintivamente, cada noche, sus piernas le transportaban hasta su casa, aunque algunas veces se quedaba en el camino, despertando a la mañana siguiente allí donde había acabado rendido por la borrachera o en el calabozo del cuartel de la guardia civil. Esta vez sólo tenía que llegar a la plaza, atravesarla y, entrando en la calle “Mont Verd”, pasar las tres primeras puertas, hasta llegar a la de su vivienda. 

            De pronto, un ladrido se escuchó en la lejanía seguido al momento de otros tantos en respuesta. Después todo fue silencio. Carlos se encontraba en medio de la plaza y se percató de que ya no se sentía nada en la noche. Incluso el viento había amainado por completo. Era como si el tiempo se hubiera detenido. El reloj iluminado del ayuntamiento marcaba las doce y media. La farola que estaba junto a él se apagó de repente y al instante un murmullo de voces muy lejanas atravesó como un rayo sus oídos. En un primer momento no pudo distinguir lo que decían las voces, ni de donde provenían, pero poco a poco se fueron tornando más claras y tanto el mensaje como el dolor que transmitían paralizaron su corazón. Eran voces que pedían socorro mezcladas con llantos y gritos de pánico que inundaban el interior de su cabeza. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo. Alguien, allí, hombres, mujeres e incluso niños, le pedían ayuda en plena noche.

            - ¿Dónde? – gritó.

            Las voces no cesaban pero tampoco le contestaban.

            - ¿Dónde estáis? – volvió a gritar tambaleándose.

            De pronto se dio cuenta. Las voces provenían del pozo que estaba situado en el lado exterior de la plaza, a escasos metros de donde él se encontraba. Lo extraño era que ese pozo siempre había permanecido cerrado con una plancha atornillada en el borde superior del brocal. Pero esta vez la plancha no estaba. Las voces se hacían cada vez más intensas y claras. Su mirada seguía fija en el pozo y aunque deseaba apartarla de él, algo se lo impedía.

            Un brazo huesudo y descarnado surgió del interior de aquel tenebroso agujero y se aferró al borde del brocal. Alguien intentaba salir a la superficie desde la profunda oscuridad de aquel pozo. El miedo le invadió de repente y, dando media vuelta, salió corriendo de aquel lugar lo más rápido que sus torpes piernas le permitieron, adentrándose en la calle “Mont Verd”. No había recorrido veinte metros, después de haber abandonado la plaza, cuando sus pulmones le dijeron basta. Por más que intentaba respirar, parecía no encontrar aire a su alrededor. Se sentía tan cansado como si hubiera corrido varios kilómetros sin parar. Se inclinó hacia delante y, apoyando ambas manos sobre sus rodillas, intentó recuperar el aliento. A duras penas logró incorporarse de nuevo; volvió la vista hacia el camino recorrido y fue entonces cuando los vio.

            Medio centenar de personas, hombres mujeres y niños, se hallaban dispersas en el interior del área de la plaza. Todas permanecían inmóviles con la mirada fija en él. Sus ojos parecían vacíos, sin vida, y la piel de todas ellas poseía un aspecto céreo de color azul grisáceo. Sus cuerpos estaban mojados y sus viejas y destrozadas vestiduras, convertidas en harapos, no paraban de gotear agua constantemente. Se volvió para proseguir su huida y antes de que pudiera dar dos pasos se topó de frente con él.

            La sorpresa fue mayúscula. Lo tenía delante, pero no se lo podía creer.

            - ¿Bi .. bi el? - balbuceó Carlos, sin poder articular palabra. Estaba atónito ante tal situación.

            - ¿Eres tú hijo mío? - dijo acertadamente esta vez.

            Sus ojos se volvieron vidriosos y una lágrima le recorrió la mejilla. Se arrodilló y abrazó con fuerza aquel niño de apenas seis años que se encontraba de pie ante él. Hubiera deseado estar una eternidad rodeándolo con sus brazos, protegiéndolo como no fue capaz de hacer tiempo atrás, pero necesitaba volver a ver su cara. Necesitaba saber que no estaba soñando; que aquello era real.

            Sin dejar de sujetarlo por los brazos, como si tuviera miedo de que escapara, se separó de él y fijó la mirada en su rostro. Seguidamente lo acarició con ternura.

            - Es... tás aquí Biel. Mi niño. Creía que te había per...dido, pero estás …

            Una pequeña mancha roja, que cada vez se fue haciendo más extensa, brotó de repente en la camisa del niño; justo bajo el hombro derecho.

            - ¿Qué…es... esto? - otra vez volvía a tener problemas para articular las frases con claridad.

            De pronto Biel, con voz suave, pronunció sus primeras palabras.

            - Tú me lo has hecho papá. ¡Has sido tú!

            Carlos fijó la vista en los oscuros y profundos ojos sin vida de Biel.

            - Nooo - gritó. - ¡Otra vez nooo!

            Las siguientes palabras de Biel ya no fueron pronunciadas con la misma voz suave de antes.

            - “¡¡Tutti i rossi fucilati!! Fucilati súbito”.

            Esta vez la voz no era la de un niño. Era una voz lúgubre y siniestra que escarbó en lo más profundo de los recuerdos de Carlos. Hacía muchos años que no había escuchado aquellas palabras. Aterrorizado retrocedió de inmediato, cayendo de espaldas sobre el húmedo pavimento. Lo que tenía delante de él no era su hijo. Su hijo se había marchado mucho tiempo atrás. Ahora lo comprendía. Se dio media vuelta quedando tendido sobre el suelo boca abajo e intentó escapar de allí arrastrándose. No tenía fuerzas para ponerse en pie. El miedo se lo impedía. Su intento de huida sin rumbo hizo que se adentrara en el callejón sin salida que tenía a su izquierda. La mano de Biel le agarró del hombro por detrás, pero ya no era la mano de un niño, ni tampoco la de un ser humano. En su mente Carlos pronunciaba las mismas palabras una y otra vez; “Es todo mentira, es un sueño, mañana despertaré”.

            Pero lo que Carlos no sabía es que ya no se volvería a despertar nunca más. Mientras se le escapaba la vida, una frase se repetía una y otra vez en la fría noche.

            - “¡¡Tutti i rossi fucilati!!” “¡¡Tutti i rossi fucilati!!”

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