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El Abismo del Silencio.

 

 

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Copyright © 2018 J.R. Frau Castro

Todos los derechos reservados.

ISBN: 9781983328176

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1 ¿Accidente o la muerte de la arrogancia?

 

La intensa lluvia era seccionada sin piedad por el fulgurante paso de la “Blackbird”. Roberto experimentaba una gran sensación de poder pilotando “su máquina”, como él la llamaba. Conseguir ese efecto era muy sencillo; solo tenía que apurar al máximo las marchas y ejecutar un golpe de gas con su mano derecha; los 164cv de la Honda se encargaban de hacer el resto. La sinuosa carretera de montaña y la abundante lluvia, que incidía sobre él con rabia desmedida, no suponían ninguna dificultad para la conducción agresiva de Roberto, que estaba completamente seguro del dominio que tenía sobre la moto. Aún así, su falta de temeridad ya le había ocasionado varios accidentes, que le habían costado múltiples huesos rotos y una larga estancia no deseada en el hospital de Son Espases.

A mediodía, Roberto había llegado, junto con sus amigos moteros, al monasterio de Lluc, ubicado en pleno corazón de la sierra de Tramuntana, en el norte de la isla de Mallorca. Allí habían almorzado en el restaurante “Ca s’Amitger”, disfrutando de una deliciosa paella mixta acompañada de un buen vino tinto de Binissalem. La mañana se había presentado bastante despejada y el parte meteorológico había anunciado “escasa posibilidad de lluvias”, aunque, en pleno mes de octubre y teniendo en cuenta el cambiante clima montañoso de la isla, no era de extrañar que el acierto de los meteorólogos fuese menos fiable que dejar a un lobo al cuidado de un rebaño de ovejas.

—Creo que será mejor esperar a que amaine la lluvia­­ —dijo Salvador, observando a través del cristal la densa cortina de agua que se descolgaba desde el tejado del restaurante.

— ¿Te vas a acojonar por un poco de lluvia? —contestó Roberto

— ¡Joder, tío! ¿Tú has visto eso? Si parece el puto diluvio universal —le reprobó Marta.

—No sé lo que haréis vosotros, pero yo no pienso quedarme aquí aburrido toda la tarde —protestó Roberto agarrando su casco—. Nos vemos luego en el puerto.

Ninguno de sus compañeros hizo nada por detenerle, y no porque no les importara el riesgo que suponía para Roberto el conducir bajo aquella incesante lluvia, sino porque sabían que no podrían convencerle para que cambiara de idea. La verdad era que, en cierta medida, ya estaban hartos de su mal carácter. Las decisiones con respecto al grupo se tenían que tomar por consenso entre todos, y Roberto solo las aceptaba si se ajustaban a su criterio. En caso contrario siempre se imponía su opinión, y si el grupo no estaba conforme rompía las normas.

— ¡Ese tío está loco! —exclamó Salvador, viendo como Roberto se subía a la moto bajo una lluvia torrencial—. Es la última vez que voy con él a ningún sitio. — No sabía cuánta razón tenía.

 El rugido de “la máquina” se mezclaba con el clamor de los truenos, que se repetían continuamente como un eco infinito. La línea central de la carretera se perfilaba a duras penas sobre un asfalto anegado por el aluvión de agua, que bajaba por la montaña, cruzaba la calzada y desaparecía por la prolongada pendiente que se extendía en el lado contrario.

     Un tramo largo y recto de carretera fue la oportunidad que Roberto estuvo esperando para elevar la parte delantera de “la máquina”; una muestra más de que podía dominar la situación por completo. Una curva tras otra se inclinaba al máximo, atravesando la línea continua de un lado a otro constantemente, aún a riesgo de encontrarse con un vehículo de frente.

       «La mirada siempre varios metros por delante. Primero prevemos la curva con el fin de conseguir la trazada perfecta, reduciendo las marchas antes de entrar en ella. Seguidamente aceleramos para alcanzar la tracción óptima, rozando rodilla en tierra. Y por último enderezamos “la máquina” al salir de la curva, ejecutando un golpe de gas para ganar velocidad mientras nos levantamos. Y ahora, lo mejor… a por la siguiente.»

 

 

***

 

 

     Fue un instante, un momento fugaz en el que Roberto no se dio cuenta de cómo cruzaba la delgada línea entre la vida y la muerte.

 

 

 

***

 

  

     “Estoy seguro de haber visto algo. Una sombra… una imagen… no lo sé, pero…”

 

 

***

 

 

     Lo primero que golpeó el árbol, situado al borde de la carretera, fue “la máquina”. El cuerpo de Roberto llegó después, rodando sobre el asfalto, retorciéndose de manera antinatural, sintiéndose el crujir de sus huesos en cada impacto contra el suelo…sin vida. Un reguero de sangre se extendía sobre la calzada, diluyéndose en gran parte con la lluvia, pero marcando una profunda línea roja que dejaba constancia de cuáles fueron los últimos metros de su alocada carrera.

     Su cabeza rodó más lejos, todavía en el interior del casco, cayendo a través de la inclinada pendiente hasta perderse entre arbustos y matojos. No fue encontrada hasta dos días después del accidente. Para entonces las alimañas ya habían dado cuenta de gran parte de ella.

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